Ni voluntad de poder, ni voluntad de saber. Sobre cómo la antipolítica de las autocracias contemporáneas cocinan a fuego lento el tipo de poder que las desbancará: el poder de influenciar

Universidad de Puerto Rico en Arecibo

4 de marzo de 2023

Con todo lo que conlleva en términos de riesgo de equivocación el darse al ejercicio de la anticipación, me permitiré analizar una serie de observaciones con la lupa que provee la guerra de agresión e invasión de la Rusia de Putin a Ucrania. Hace un rato que vengo persiguiendo los indicadores de una mutación en eso que se ha diagnosticado como un proceso de despolitización. En trabajos recientes, he estado utilizando el término de antipolítica para delinear las características de lo que habría devenido su estadio superior. Teniendo en cuenta que estas transformaciones no constituyen cortes limpios, quiero distinguir entre 1) la política en el contexto de los proyectos modernos del siglo XX (democráticos o totalitarios); 2) la despolitización asociada al periodo de aparente triunfo de la democracia liberal (a partir de la caída del Muro de Berlín y al calor del neoliberalismo, la globalización de la economía, el posmodernismo y, luego también, la tecnocracia); y 3) a partir del 2008, la antipolítica que cocinan las autocracias contemporáneas. En pleno ejercicio de trazar los rasgos de esto último, me he topado con algo que me parece anunciar un nuevo tipo de poder. Este tendría el potencial – si no tiene ya la aspiración – de reemplazar al poder político y hacer del Estado un mero aliado coyuntural (o, peor aún: reducirlo a una especie de circo para el infotainment al estilo FoxNews o televisión nacional rusa). Nada que deba sorprendernos si tomamos en cuenta que las autocracias contemporáneas ocupan el Estado, pero para destruirlo desde adentro. Quiero entonces explorar la hipótesis de que la antipolítica que hoy se esparce por el mundo en la forma de gobiernos autocráticos y nuevos populismos esté abonando el terreno para esta forma singular del poder que se anuncia desentendido del Estado y del derecho internacional: el poder de influenciar. La figura que me sugiere esta hipótesis es Yevgeny Prigozhin, el director de la compañía de mercenarios y expertos en guerra híbrida, Wagner. No obstante, la investigación periodística realizada por Forbidden Stories y divulgada recientemente en la serie de reportajes Story Killers (https://observatoriomovil.com/2023/02/23/mercenarios-de-la-informacion/) aporta elementos para entender la amplitud del fenómeno de la influencia del cual Prigozhin es el paradigma.

Debo aclarar que no ignoro las aportaciones de Michel Foucault en torno al poder como una relación que entreteje lo social. Me queda claro que el poder: ni es una cosa, ni es monopolio del Estado. No obstante, coincido con la observación de Timothy Snyder (https://observatoriomovil.com/2022/10/13/timothy-snyder-the-road-to-unfreedom-democracy-neofascism-and-the-importance-of-language-conferencia-organizada-por-the-american-academy-in-berlin-14-de-enero-de-2019/) de que la insistencia en disminuir la importancia del Estado, llegando inclusive a tratarlo como el enemigo a combatir – una postura frecuente en muchos posicionamientos posmodernos – ha favorecido a la derecha en su afán de desmantelarlo. El avance de las ultraderechas en Europa y el asalto al Congreso de los Estados Unidos el 6 de enero de 2021 exigen, a mis ojos, que retomemos seriamente las discusiones en torno al poder político y evaluemos en qué condiciones se encuentra el Estado de derecho. Lo otro que debo aclarar es que estoy consciente de que el tema de la influencia no es nuevo. Sin embargo, fenómenos como el de los influencers y el rol que estos juegan en una gama tan amplia de decisiones (consumo, política, “bienestar” por la vía del “life coaching”, etc.), o que cada vez más psicoanalistas hayan tenido que interesarse en el mecanismo perverso-narcisista y reconocer el término “influencia” para abordarlo, sugieren la necesidad de estudiarlo bajo nuevas luces. Aunque el tema de la manipulación y la influencia tiene una larga historia (pienso, por ejemplo, en la Escuela de Frankfurt y sus trabajos sobre los medios de comunicación de masas), en estas líneas solo me interesa abordar el cariz inédito que ha adquirido. Por un lado, en el pasaje que va de los medios de comunicación de masas a las redes sociales y, por otro lado, en el marco del desinflamiento de lo simbólico que las autocracias contemporáneas instrumentalizan mediante la posverdad, así como en el marco de la antipolítica que éstas operan (asistidas, como ya sabemos, por las nuevas tecnologías de la desinformación).

Los análisis que he leído sobre Prigozhin lo colocan, ya sea como el perro de guerra de Putin (la manera de este avanzar, por la vía privada, sus intereses en la región sin tener que asumir ni rendir cuentas sobre la violación de derechos y leyes nacionales y/o internacionales), o como su potencial rival (alguien que podría erigirse en el líder del movimiento ultra-nacionalista que critica la pobre ejecutoria del ejército ruso en la consecución de los objetivos trazados con esta guerra). No obstante, me parece – y esta es la manera en que creo pertinente seguirle la pista a las mutaciones en lo político con la antipolítica – que Prigozhin no representa nada que tenga un carácter ideológico. Lo que este ofrece es la eficacia de los “productos” de su compañía (entiéndase manipulación, influencia a través del savoir-faire de la desinformación, desestabilización política y, luego, seguridad para sus clientes mediante la guerra o la eliminación de la oposición). Prigozhin es el director de una compañía que aunque no toca Der Ring des Nibelungen, se ha ido de gira por el mundo con una partitura que combina el modelo empresarial aprendido de los gobiernos tecnocráticos con la estrategia de la posverdad heredada de las autocracias para luego interpretar sus piezas con ejércitos privados de mercenarios y obtener las mejores ganancias en los negocios que sus clientes le ayudan a establecer en cada región (como es el caso en Sudán con la minería de oro y en República Centroafricana con la industria del diamante).

Si la política se asociaba a programas de gobierno que resultaban de discusiones en la esfera pública en torno al proyecto social que se deseaba encaminar, con lo cual se propiciaba el acto creativo en la construcción de nuevos imaginarios de sociedad, la despolitización implicó el abandono de esta dimensión discursiva de la realidad que le otorgaba sentido a las decisiones y que requería del sujeto y su subjetividad. En su lugar, se privilegiaron los sistemas de cálculo de riesgo y especulación que otorgan eficacia, pero no así sentido, proyecto ni futuro. Los gobiernos tecnocráticos como el de Macron, por dar un solo ejemplo, ya habían hecho de la política un simulacro. La expresión “en même temps”, tan abusada por el presidente francés en cada alocución, sugiere que el discurso político ya había sido reemplazado por el parloteo. Cuando las decisiones reales han sido tomadas por equipos de expertos o algoritmos, el vacío de política es rellenado de habladuría por lo que cabe decir todo y su contrario.

Las autocracias contemporáneas, por su parte, heredan este desinflamiento de lo simbólico e instrumentalizan el parloteo. En ausencia del antiguo orden de la palabra para hacer proyecto, movilizan las emociones más viralizantes, tales como la envidia, el odio y el resentimiento. Aquí ya no se trata de eficacia (con lo cual los gobiernos tecnocráticos mantenían amarradas ciertas variables de la vida social, por ejemplo, en el pasaje que va del ciudadano al consumidor), sino de adquisición – y luego conservación – del poder mediante la destrucción permanente del vínculo social, el cual no deja de ser estimulado (por la vía de los afectos virales) para inmediatamente ser obstaculizado (por cortocircuitos en la cadena semántica). Lo que la antipolítica produce no corresponde a lo que conocimos por ideología. Es, en todo caso, un ersatz de ideología; una carcasa de anti-narrativa y anti-proyecto que necesita destrozar todo lo que se preste para la construcción de un orden simbólico. Basta con mirar las imágenes de algunas de las ciudades ocupadas por el ejército ruso y Wagner (la ciudad portuaria de Mariupol, destruida en un 90%, o Soledar, donde como único pudieron avanzar los hombres de Prigozhin fue pisando los cadáveres de sus propias filas de soldados) para entender lo inédito de la antipolítica en relación a todo lo que habíamos conocido hasta hoy.

El poder de influencia se anuncia como el hijo bastardo del autoritarismo y luce que avanzará sobre las ruinas del Estado de derecho que las autocracias dejarán con su antipolítica. A seguirle la pista…

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