
Departamento de Sociología y Antropología, Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras
16 de marzo de 2023
Hace unas dos semanas circuló a todo lo largo y ancho del planeta lo que, a mi modo de ver, es el saldo más triste y políticamente preocupante de la presencia de un estado de emergencia decretado por el presidente Nayib Bukele en El Salvador. Se trata de la existencia de una megacárcel cuyo propósito formal es el confinamiento masivo de miembros de gangas criminales.
Lo que se proyecta como un logro por parte de Bukele (quien se autonombra “el dictador más cool del mundo”), ha levantado la voz de alerta de diversidad de grupos defensores de los derechos humanos y de todos aquellos que defendemos el estado de derecho como recurso indispensable de cualquier proyecto democrático.
Habiendo denunciado a la saciedad que las cárceles son un mal social, que la cárcel no rehabilita a nadie y que la misma no supone un declinar de la actividad delictiva, lo único que nos queda es caer en cuenta de la eficacia política de la lucha contra la violencia dentro de una agenda profundamente autoritaria y antidemocrática. El apoyo popular a la gestión de Bukele es expresión contundente del límite de la democracia moderna o bien del reconocimiento de que aquello que favorecen las grandes mayorías no siempre es
políticamente “correcto” o deseable.
Parecería ser que estamos frente a un dilema: paz o democracia. Esto es, la generalización del entendido de que la única forma de controlar la violencia es al precio del debilitamiento de la democracia. ¡Esta es la trampa política que activan todos los regímenes autoritarios! Y es que el estado de excepción (los estados de emergencia en todas sus modalidades y propósitos) opera al margen de la ley con permiso de la ley
misma: miles de personas han sido confinadas, muchos de ellos sin el debido proceso de ley, sin haberse llevado a cabo ninguna vista y por la sola sospecha de pertenecer a alguna ganga criminal.
No es cierto que el costo a pagar por el control de la violencia sea el debilitamiento de la democracia, el recorte de derechos, el castigo por el castigo mismo. Esto solo es cierto para aquellos que todavía siguen aferrados al entendido de que la solución al problema de la violencia es el encierro y la separación permanente de los infractores. La justiciarestaurativa y el abolicionismo penal, por el contrario, dan cuenta de que es posible afrontar la violencia y la criminalidad sin pasarle factura alguna a la democracia, acercándonos a la violencia en tanto expresión de problemas sistémicos que hay que atender, centrándonos en la reparación del tejido social y en fortalecernos como sociedad. El espectáculo mediático de cuerpos promovido por el gobierno de Bukele, reducidos a mera vida biológica, celebrado por muchos como el triunfo de una política que termina desechando vidas que, se entiende, no tienen ningún valor, por ende, inmerecedoras de derecho alguno, pretende colonizar las subjetividades contemporáneas.
¿Dónde más hemos visto esos cuerpos reducidos a mera vida biológica? Los campos, significante utilizado por el filósofo Giorgio Agamben, cuya irradiación memoriosa nos remite al fenómeno de la Alemania nazi, es la palabra que este utiliza para comunicar que los campos, en todas sus modalidades (megacárceles, centros de detención, espacios de espera de los refugiados en los aeropuertos, en las fronteras), no son un hecho del pasado, sino el espacio político en el que vivimos todavía. Al decir de Agamben, “El campo es el espacio que se abre cuando el estado de excepción comienza a transformarse en regla”. A esto es a lo que no debemos prestarnos.