
Universidad de Puerto Rico en Arecibo
Los cinco textos que he colocado aquí comparten la inquietud, tanto política como epistemológica, por la suerte que pueda estar corriendo la palabra; en particular, su lugar en la constitución del lazo social, su función en la actividad del pensar y su carácter de recurso en la mediación de los conflictos propios de la vida en democracia. El espíritu de estas preocupaciones que la guerra de Putin nos obliga a reformular encuentra eco en mis investigaciones sobre la inoperancia del lenguaje significante, el debilitamiento de lo simbólico y el presentismo en tanto rasgos constitutivos de lo contemporáneo. No obstante, estos escritos también ilustran el impasse cognoscitivo que se produce cuando no se precisa la concepción de “verdad” que estamos invocando al atender la pregunta por el estado actual de la palabra, puesto que apenas advierten que, previo a eso que se ha acuñado como “la posverdad” y que data del 2016 en relación al trumpismo, el giro lingüístico ya había operado su propio pasaje hacia la posverdad. Este era de carácter muy distinto, pues epistemológico, y debía evitarnos sombrear en la desorientación y la desconfianza permanentes que hoy derivan de la posverdad triunfante. Aunque los cinco ensayos ofrecen claves, referencias teóricas y descripciones que se revelan fructíferas para entender la corrupción política del lenguaje que esta guerra confecciona, no siempre alcanzan a detectar lo absolutamente inédito y singular que se venía abriendo camino con el avance del autoritarismo, de cara al fracaso de las políticas neoliberales y la globalización. Las resonancias fascistas que sin lugar a dudas encontramos en las autocracias del siglo XXI y que, en la Rusia de Putin, constituyen algo más que meras resonancias, hacen de la referencia a la obra de Hannah Arendt una constante en estos escritos. Sin embargo, este recurso no nos ayuda a salir del paradigma moderno verdad/falsedad o verdad/mentira. La referencia al fascismo, aunque necesaria, tiende a ocluir las mutaciones ocurridas en las últimas décadas. En diálogo con las aportaciones de estos ensayos, intentaré proporcionar algunas claves en la dirección de perfilar mejor lo que me parece distintivo de la situación contemporánea.
Cuando, en su artículo, Máriam Martínez-Bascuñán habla de una segunda ola de la posverdad, no se refiere a la del giro lingüístico, sino a la que emerge con Trump y los “hechos alternativos” que entonces ya proliferaban en las mentes y en las redes sociales de sus seguidores. La primera ola habría sido la de los regímenes totalitarios del siglo XX, razón por la que entiende que cuando Trump voceaba en plena campaña del 2016: “podría pararme en medio de la Quinta Avenida y dispararle a alguien y no perdería votantes”, la situación ya pedía a gritos una vuelta a Arendt, pues saltaba a la vista que no se trataba de un candidato de uno de los partidos políticos, sino del líder de un incipiente movimiento de masas. Su invitación a retomar la lectura de Arendt para entender la destrucción de la realidad que opera el totalitarismo a través de la propaganda, y cómo luego la suplanta con un mundo falso, pero consistente, que ofrece seguridad y arraigo me parece sumamente atinada, pero solo, en un primer momento. Nos sirve como punto de partida para ir delineando lo contemporáneo. También, se revela pertinente para entender muchos aspectos de la política interior de Putin donde son un hecho la represión, la eliminación de la oposición, el revisionismo y negacionismo históricos, así como la construcción de una metanarrativa que hace iniciar la política con la designación de un enemigo (Ucrania, Occidente). Por último, arroja luz sobre la especie de negligencia generalizada de los rusos respecto a la guerra lanzada por su presidente. No obstante, esta referencia a Arendt con el tema de la destrucción de la realidad por la vía de la mentira y la propaganda comienza a agotarse cuando analizamos la política externa de Rusia en los últimos años, el trumpismo y muchas de las autocracias contemporáneas. En estos casos, a pesar de los tintes fascistas, nos va quedando claro que una destrucción de la realidad ya había tenido lugar durante las décadas de aparente triunfo de la democracia liberal y avance de la tecnocracia. El salto tan grande que la referencia al totalitarismo nos exige, impide que veamos el charco en el que la realidad ya había dejado de construirse discursivamente para devenir una mera disposición efectiva de las cosas – inclusive de la vida. Más que operar la destrucción de la realidad, estas alternativas políticas instrumentalizan la descomposición heredada. En lugar de construir una narrativa consistente y unificadora, algo emblemático de los totalitarismos, se afanan en minar el terreno del entendimiento y la confianza, apostando por la división interna, la rivalidad tribal y las emociones desconectadas de la actividad del pensar. Si algo evitan, es justamente una visión coherente y cohesiva del mundo y de las cosas, pues eso ya encaminaría una política. Mientras que el fascismo era una política que terminaba destruyendo las condiciones de posibilidad de lo político, esto otro constituye una antipolítica. Ella emana de la despolitización que se fue cimentando durante el periodo posterior a la Guerra Fría; especialmente, de la ausencia de proyecto y perspectiva de futuro que estilizaron a los gobiernos tecnocráticos. Otra diferencia se desprende del oxímoron que hacen de la expresión “culto al lider” toda vez que el lider no guía hacia ninguna dirección (ver, por ejemplo, el caso del muro de Trump, según lo explica Timothy Snyder en una conferencia: https://observatoriomovil.com/2022/10/13/timothy-snyder-the-road-to-unfreedom-democracy-neofascism-and-the-importance-of-language-conferencia-organizada-por-the-american-academy-in-berlin-14-de-enero-de-2019/). Las teorías conspiracionistas que suelen circular al interior de estos movimientos constituyen otra vía de diferenciación: en lugar de ser movilizadas por las altas esferas, provienen de las redes y es el líder el que tiene que adherirse – o no – a ellas (algo que explicaría la ambigua relación que todavía hoy mantiene Trump con el movimiento QAnon). Finalmente, el carácter incoherente, fragmentado y ciensofóbico de este conspiracionismo lo aleja mucho del esquema articulado y racional que adquirieron las conspiraciones del siglo XX, tales como el antisemitismo y el macartismo. En resumen, lo inédito de estas alternativas políticas radica en que se alimentan, y a la vez requieren, para su continuación, de la desorientación y la desinformación constantes. La continuación, claro está, ya no toma la forma de un impulso hacia adelante, sino la de una deriva lateral.
Habría entonces que distinguir entre dos tipos distintos de desinformación: la propaganda moderna que operaba con la mentira dentro del paradigma verdad/falsedad, y esto otro cuyo caldo de cultivo era ya la posverdad posmoderna, pero vaciada ahora del potencial que una vez tuvo para imaginar y encaminar proyectos alternativos. Técnicamente, esta distinción se instala en el pasaje que va de los medios de comunicación masivos (prensa, radio y televisión), susceptibles de control por parte de las altas esferas, a las redes sociales, donde las interpretaciones proliferan a una velocidad y en una cantidad tal que impiden todo horizonte de sentido. Aquí viene al punto los artículos del escritor Juan Gabriel Vásquez. El rastreo que hace, en uno de sus textos, de las mentiras de Putin para justificar la invasión a Ucrania y luego, en el otro escrito, de su guerra de palabras con un ejercito de trolls para intensificar la desestabilización en las democracias occidentales, se muestra esclarecedor de esta diferencia. A pesar de que la referencia del autor sigue siendo el modelo de la propaganda moderna, todo lo que describe apunta más bien hacia una estrategia que no tiene como objetivo suplantar una “verdad” con una “mentira consistente”, sino poner a circular cuantas interpretaciones sean posibles sobre un mismo evento, de modo que una verificación nunca pueda tener lugar. Se trata del mantenimiento de la confusión permanente, algo que se logra invirtiendo continuamente los sentidos; esto es, haciendo que una palabra signifique todo y su contrario. En consecuencia, las significaciones producidas terminan amontonándose en un mismo plano y cancelándose las unas a las otras. Una neutralización, pues, del proceso mismo de la significación. El mantenimiento de la confusión permanente también se opera desestimando la ciencia y creando controversias artificiales. De modo que, en lugar de ofrecer la seguridad que privilegiaba la propaganda moderna, este mecanismo se contenta con administrar las irritaciones que se producen en un ambiente de desarraigo y desconfianza permanentes. Además de privilegiar las emociones en detrimento del pensamiento y el análisis, esto le ofrece un margen de juego para adaptarse a las necesidades del momento o de la región del mundo con la que convenga establecer alianzas sin compromisos fijos. El hecho de que, a lo largo de estos siete meses de guerra, las justificaciones que provienen del Kremlin hayan cambiado, adquirido distinto peso o desaparecido unas para que aparecieran otras (que Ucrania no era una nación, sino una mera extensión de Rusia o del “Mundo Ruso”, que había que “desnazificar” a Ucrania, que solo se trataba de una “operación militar especial”, que Rusia estaba siendo acechada por la OTAN, que estaba en juego su “espacio vital”) apuntaría a este fenómeno híbrido de una propaganda clásica para el interior y una propaganda posmoderna hacia el exterior. Aunque sin la distinción que yo sugiero aquí, Vásquez aborda la fábrica de trolls con la que la agencia de propaganda rusa influyó en las elecciones del 2016 para alejar de Hillary Clinton a los internautas estadounidenses. Su descripción invita a desprender, tanto el modus operandi como las consecuencias éticas y políticas de estas nuevas modalidades que adquiere la propaganda. Por lo demás, Vásquez ofrece claves importantes para entender el rol que juega la humillación y el resentimiento en la obsesión narrativa de Putin; en particular, con lo que suele llamar “la Gran Guerra Patriótica”. También, para entender el desprecio de Putin por Gorbachov, pues éste habría “manchado la reputación de la Unión Soviética”, con lo que a todas luces fueron sus intentos por restablecer los hechos históricos que el estalinismo había distorsionado o reescrito, atreviéndose incluso a hablar de los pactos secretos entre Hitler y Stalin que permitieron el ataque a Polonia, así como de las decisiones secretas que condujeron al aplastamiento de la Primavera de Praga.
En cuanto a los textos de Fernando Mires, ellos sí abordan la relación entre realidad, verdad y mentira desde una perspectiva pos giro lingüístico que remite al psicoanálisis lacaniano. Aunque un tanto simplificada para adecuarla a los objetivos de su argumentación, esta referencia aporta en la dirección de incentivar una relectura actualizada sobre el tema arendtiano de la importancia de la palabra en democracia y las consecuencias que derivan de la destrucción de la realidad. Pero lo que mejor define la aportación de Mires en estos textos (así como en muchos otros de los escritos en su blog desde semanas antes de que comenzara la guerra – uno de entre los pocos intelectuales que anticiparon esta invasión de Rusia a Ucrania) es su conclusión en cuanto a lo que está en juego con la guerra de Putin y el futuro de la responsabilidad en política. Ocurre que de la sobrevivencia de la responsabilidad en política también depende la continuación del proyecto civilizacional.