
Departamento de Sociología y Antropología
Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras
Hace muchos años el criminólogo italiano Alessandro Baratta planteaba que los muros de la cárcel separan a la sociedad de una gran parte de sus problemas. Sin embargo, como he señalado en muchas ocasiones, hay quienes creen que los problemas sociales se resuelven encerrando a la gente. Cada vez que imponemos a una persona la pena de cárcel, lo que hacemos es depositar en esa persona el peso de los problemas que como sociedad no hemos podido resolver. Es hora de reconocer nuestra complicidad no solo con el problema de la violencia y de la criminalidad, sino también con la perpetuación de una institución evidentemente obsoleta: la cárcel.
Hemos sido inducidos a pensar que la justicia equivale a encerrar a la gente y encerrarla por el mayor tiempo posible. Este entendido contrasta significativamente con hechos al presente indiscutibles: la gran mayoría de las personas encarceladas provienen de los sectores en mayor precariedad económica y social; a mayor el tiempo de prisionización, mayor es la reincidencia; la cárcel no reforma a nadie, la cárcel no hace mejor persona a nadie; en definitiva, la cárcel es un mal social. A este conjunto de hechos habría que añadir denuncias históricas como lo son las formas en que la cárcel se ha constituido en el mayor dispositivo de perpetuación del racismo institucionalizado en Estados Unidos; los juicios mediáticos tienden a tener como efecto las adjudicaciones más severas; y el reconocimiento de que la pena o el castigo no nos reivindica como sociedad, sino que nos sigue empantanando en la propia lógica vengativa del perpetrador: “llora como yo lloré, sufre como yo sufrí”. ¿Por qué no decir también que, para un poder estatal desbancado en su propia corruptibilidad, la llamada “justicia penal” se constituye en el único resorte de legitimación posible? Después de todo, siempre es posible decir “estamos complaciendo los deseos de la gente”. Pero, según como la corruptibilidad del Estado no se acaba encerrando a la gente, así tampoco se acaban otras expresiones de la violencia.
Es preciso destacar que hay alternativas a la cárcel como modalidad dominante de castigo implantadas en otras sociedades, como lo es notablemente el sistema penitenciario noruego, basado en el principio de la normalidad (un día en la cárcel debe parecerse lo más posible a un día fuera de la cárcel); la preeminencia de los derechos humanos (la persona convicta no pierde ninguno de sus derechos, con excepción de aquellos que son incompatibles con la naturaleza de su sentencia); y un sistema de penas que no excede de 21 años, con independencia del tipo de daño perpetrado. Esto, que puede parecer un escándalo para algunos, constituye la base para pensar en la posibilidad de una sociedad que al fin pueda liberarse de esas instituciones de encierro que llamamos cárceles. Noruega tiene una de las tasas de asesinatos más bajas del mundo.. La tarea política, social y criminológica consiste en separar crimen de castigo; pensar más allá o más acá de la cárcel como dispositivo para afrontar los problemas sociales. Y es desde ese espíritu y esa disposición que opto por pronunciarme a favor del abolicionismo penal.