
Catedrática Auxiliar, Escuela de Derecho de la UPR
En este mismo espacio de Opinión, decía el pasado jueves la profesora Madeline Román que la cárcel es un dispositivo de control que no abona nada a la llamada seguridad colectiva. Su invitación a imaginar otras formas de resolución de conflictos, como la justicia restaurativa, no es un grito solitario. Todo lo contrario, se experimenta en muchos contextos otras formas de abordar la violencia interpersonal que no reproduzcan el encierro de los cuerpos como el único paradigma cuando existe un conflicto con la ley penal.
Esos ensayos de justicia restaurativa, en ocasiones, se experimentan desde colectivos feministas en los que se entiende que el recurso punitivo no se traduce en menos feminicidios, menos maltrato o menos hostigamiento sexual. Para esos grupos de mujeres, la cárcel y los cuerpos policiacos reproducen toda la violencia machista que ellas pretenden reducir o erradicar. Como consecuencia, militan en contra de todo el complejo industrial carcelario, y en contra de eso que se ha denominado como el “archipiélago carcelario”. Por ello, el cuestionamiento es a todas las políticas que extienden la red punitiva: regulación de la interrupción de un embarazo; control del derecho a la protesta; políticas migratorias; registros de ofensores sexuales; antecedentes penales; o creación de sanciones administrativas que puedan convertirse eventualmente en penas carcelarias. Resulta indispensable que imaginemos otras formas menos machistas, menos violentas y menos individuales de atacar un problema sistémico, escribe Iris Rosario. (Archivo GFR Media) El proyecto recién aprobado en el Senado y que pretende erradicar el acoso callejero no es una propuesta de justicia restaurativa, aunque haya sido catalogado como tal desde el Movimiento Victoria Ciudadana. Si bien es cierto que, en principio, el llamado acoso callejero no debe conllevar la pena de cárcel, la realidad es que ha sido clasificado como un delito menos grave en el Código Penal e incluso a su sentencia pueden imputársele agravantes. Se trata, por tanto, de una muy cuestionable utilización del aparato punitivo como instrumento de lucha social.
Adviértase que, al ser catalogado como un delito menos grave, cualquier imputación al respecto implicará la intervención de la Policía de Puerto Rico. Además, aun cuando se entienda que solo se impondrán multas y que estas pueden ser convertidas en trabajo comunitario, la realidad es que en nuestro país dichas labores comunitarias nunca han sido debidamente reglamentadas, por lo que, su imposición es prácticamente inexistente en la sala penal de un tribunal. Ante ese escenario, una persona indigente que no pueda satisfacer la multa, tendrá que extinguir un día de cárcel por cada 50 dólares que no pueda pagar al estado. Vale la pena recordar en este momento que una multa no satisfecha llevó a Vivian Marie Rivera Acevedo a la cárcel de Vega Alta en donde murió luego de haber sufrido una golpiza. Las multas son, por tanto, la espada de Damocles que se posa sobre las personas más pobres del país y constituyen un dispositivo más de esa red punitiva que no debería validarse desde los discursos feministas.
Reconozco las buenas intenciones que impulsan proyectos como este. También reconozco el valor de la trayectoria del sector feminista puertorriqueño en hacer visible la problemática de la violencia de género, incluyendo aquella que se empeña en penalizar la interrupción de un embarazo no deseado. Sin embargo, también observo los peligros que acarrea la utilización del Derecho Penal en estos contextos. Es por eso, que resulta indispensable que imaginemos otras formas menos machistas, menos violentas y menos individuales de atacar un problema sistémico. En este escenario, lanzo una invitación al diálogo. Un diálogo en el que juntas comencemos a deconstruir las practicas, dinámicas y trampas que hasta ahora no nos han llevado a sentirnos más seguras o más libres.