
Un colega comentaba hace unos días que con el tema del aborto solo hay absolutos: crees que existe vida desde la concepción o no. Es un bloqueo ideológico que se traduce en ellos/as o nosotros/as. En ese contexto, las que creemos en el derecho de la mujer a decidir sobre nuestro cuerpo, salud reproductiva y libertad apelamos al derecho a la intimidad reconocido en Roe v. Wade.
Empero, la apelación a dicho derecho parece no ser suficiente, reclamaba otra compañera con toda razón, cuando lo que está en riesgo es nuestra vida. Por ello, apuntaba a la lógica que debe acompañar cualquier política pública: ¿cuáles serán los efectos de esta medida en la vida y libertad de las mujeres puertorriqueñas? Esa es la reflexión en la que debemos concentrarnos cuando analizamos la prudencia del Proyecto del Senado 693.
Las personas que se pronuncian en contra de la interrupción de un embarazo entienden que puede hablarse, incluso, de un derecho a nacer. De esa forma, abogan por el reconocimiento de derechos para los que otras personas llamamos feto o embrión. Su posición parte de la premisa de que es preciso salvar “esa vida”, aun cuando la madre sufra física o emocionalmente por un embarazo no deseado. En ese escenario, se observa la adopción como una opción y la madre pasa a ser un mero objeto, un medio, cuyo único propósito es vehiculizar el nacimiento.
Poco importan las transformaciones físicas y emocionales de la madre. Tampoco importa el posible cargo de culpabilidad (por el abandono) que la madre que da en adopción al bebé pueda sentir posteriormente. Quizá eso fue lo que sintió una adolescente que parió a un bebé, cuyo padre también sería su bisabuelo, cuando intentó relacionarse con él y terminó maltratándole. Cada vez que veía a su hijo recordaba las agresiones sexuales de su abuelo. Por eso, fue acusada de maltrato e ingresada a prisión.
En una situación tan desgarradora como esta, cualquier otra adolescente podría optar por interrumpir su embarazo. La desesperación no se detendrá por el hecho de que el aborto esté prohibido. Por el contrario, acudirá ante cualquier persona, sea idónea o no, que le ayude a enfrentar la situación. Nada la detendrá. Eso es lo que demuestran las cifras.
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, “en el mundo se practican cerca de 19 millones de abortos inseguros o peligrosos, y se estima que el 13% de las muertes maternas se derivan de esa práctica”. En cambio, según el Centro de Control de Enfermedades, “en Estados Unidos el aborto legal conlleva un riesgo de muerte de 0.58 por cada 100 mil procedimientos”.
El dilema no es si es legal o no el aborto, sino de si es clandestino o no. Sería una ilusión pensar que la mera prohibición detendrá la práctica. Es lo mismo que ocurre con el consumo de drogas ilícitas o con la criminalización de la prostitución. El hecho de que el estado lo prohíba no desaparece su existencia, sino que la impulsa a la clandestinidad. Y en la clandestinidad, lasvidas de las mujeres estarían en riesgo. Ninguna política estatal debe empujar a sus ciudadanos a la clandestinidad. Ninguna mujer debe ser condenada a morir como consecuencia de que el estado le obligue a llevar a término un embarazo.
La discusión, por consiguiente, no puede girar en torno al llamado derecho de nacer. Por el contrario, la lógica que debe imperar es la del derecho de nosotras a permanecer (vivas). Negar lo propio y empeñarse en la prohibición convertiría al estado en cómplice de nuestras muertes.