
Departamento de Sociología y Antropología Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras
Hace ya décadas que la criminología crítica lanzó la interrogante ¿quién procesa al Estado y quien procesa al capital? Y esto en el contexto del reconocimiento de que hay actos que ocasionan un mayor daño a un mayor número de personas. En términos jurídicos formales, las corporaciones están excluidas del derecho penal en tanto éste requiere de la identificación de un sujeto a quién imputar los cargos y la corporación es definida como una sociedad artificial creada por el Estado, ergo los dueños y altos ejecutivos de una corporación pueden decir que forman parte de la compañía “tal” pero no son la compañía misma. En ese sentido, el movimiento desatado por la Fundación Baltazar Garzón en la dirección de que “se regulen como crímenes internacionales los delitos al medioambiente y la especulación financiera que ponen en riesgo la vida de millones de personas” es en sí misma una respuesta jurídico-política a lo que Zygmunt Bauman denomina como una economía que literalmente mata y a lo que Judith Butler trabaja con el concepto de abandono de la vida (desprotección de la ley). La paradoja estriba en la ambivalencia de una ley que, en su operar sistémico, mata y redime al mismo tiempo. Esto es, combate una violencia de la que no se sabe parte.
Y cito del Juez Garzón:
“¿Qué pasaría si el derrame de petróleo de una multinacional con consecuencias a largo plazo en el medio ambiente pudiera ser equiparado al genocidio? ¿O si se pudiera reclamar internacionalmente la responsabilidad de entidades bancarias por recibir los capitales que se fugan de un país al borde de la quiebra?”
Dentro todo esto no hay que subestimar el efecto político de un movimiento que, por primera vez en el plano de lo jurídico, pondera hacer de la violencia de la economía (de los crímenes económicos) un crimen de lesa humanidad.