De feminismos y extremismos: un guiño al pasado para acercarnos al presente

Catedrática jubilada de la UPR, Río Piedras
Facultad de Estudios Generales

En época reciente le sigo la pista al conflicto entre conservadores y progresistas, patriotas y traidores, el woke mob y los alt-right de una larga lista de agravios que se ventila en los medios sociales, los contenidos virales y las opiniones de analistas políticos, entre otros. Los provocadores y contrarios al sistema apoyan con igual intensidad a figuras políticas que glorifican un nacionalismo cívico de corte misógino y xenófobo, y a los que defienden la libertad de expresión, denuncian la cultura de la cancelación y la corrección política. ¿Por qué los valores del liberalismo, como son los derechos individuales, las libertades civiles, el debido proceso de ley y los límites al gobierno, se convierten en issues tanto para progresistas como conservadores?

Un ejemplo es la disputa que emerge alrededor del #Metoo. Líderes, escritoras, directoras de cine, periodistas y artistas, critican este movimiento por ser una cruzada contra el erotismo y alentar un nuevo puritanismo. Esa crítica conecta, al menos en Estados Unidos, con un feminismo que luchó por las libertades sexuales y se enfrentó al movimiento anti-pornografía en las décadas 70 y 80 de siglo pasado. Se argumentó que la libertad sexual chocaba con cualquier intento de intervención del Estado en la esfera privada o para legislar la edad del consentimiento, la prostitución o el sexo intergeneracional, entre otras. Pero fue la defensa de esa privacidad la que también llevó a maridos y políticos tradicionalistas a resistir los derechos reproductivos que se extendieron a las mujeres por entender que atentaban contra su legitimo derecho a regular la vida familiar.

En cambio, los grupos que promueven la visibilidad y el alcance de las denuncias a través del #Me too, argumentan que el problema es la impunidad, ya sea porque sus querellas se desestiman o porque con frecuencia se pone en duda el testimonio de una víctima. En respuesta a ese reclamo, se esgrime el temor a la persecución y se augura el regreso de los juicios populares y otras acciones extra-legales que inciden en la expectativa del debido proceso de ley, la presunción de inocencia y la libertad de expresión. Curiosamente, son esos derechos los que reiteran los políticos y celebridades a modo de defensa cuando se los señala por acciones contra minorías, mujeres y extranjeros o si enfrentan denuncias de conducta sexual inapropiada o agresiones sexuales a subalternas. Algo tendrá que ver esa movilización con el veredicto de culpabilidad de Harvey Weinstein y la investigación al gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo.

Sin desestimar esos riesgos– que lo son—es importante notar que no hay nada más cercano al modelo empresarial que se ha extendido a todas las esferas de la vida, que la exigencia de que todo reclamo sea tratado como un problema individual, cada uno a su suerte. Contra esa lógica fue que Tarana Burke acuñó la frase Me too, para motivar a las afroamericanas en trabajos de gran vulnerabilidad a denunciar el hostigamiento y las agresiones sexuales. Las trabas que enfrentaban para lograr promociones y equidad salarial solamente podían combatirse como problemas sistémicos. No pudo anticipar el desarrollo de un feminismo primordialmente en línea que convoca a generaciones más jóvenes y cuya estrategia es la denuncia pública.

El choque entre feminismos, como casi todo en la cultura contemporánea, desemboca en intercambios intransigentes entre quienes rechazan la cultura de la cancelación sin reconocer la importancia del vocabulario y el civismo, y quienes promueven la justicia punitiva sin considerar otras vías de reparación. Los extremismos son una distracción de lo más urgente: lo común. Como planteó en su momento Hannah Arendt, lo común solo es posible cuando vemos y escuchamos a los otros, somos vistos y escuchados por los demás.

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