
Catedrático Auxiliar
Facultad de Ciencias Sociales, UPR – Humacao
El artículo titulado”Los secuestradores de vivienda” (17 de septiembre de 2016) que publica el periódico El País, pone de manifiesto las contradicciones inherentes a la relación entre la ley y el delito. El caso particular se refiere al auge de una modalidad delictiva en España, en donde se secuestra la vivienda y se le exige al dueño un pago como condición para devolverle su casa. Según el artículo, la característica del secuestro de viviendas es la siguiente. El propietario de la casa sale de ella por unos días, ya sea por razones de trabajo o de vacaciones. En el transcurso, otra persona entra a la casa, que no es suya, cambia las cerraduras y comienza a habitar la propiedad ajena. Cuando el propietario regresa a su casa no puede entrar porque las cerraduras han sido cambiadas.
Podríamos suponer que el sujeto propietario debe acudir a la policía y ésta, a su vez, apresar al delincuente. Pero las cosas de la ley son de otro modo. La ley de vivienda en España no permite tal acción. La policía no puede sacar a los ocupantes porque le estarían violando el derecho a una vivienda y a un techo. Si el propietario fuerza la cerradura para entrar a su vivienda, estaría cometiendo el delito de acceso ilegal a una propiedad. Si intenta forzar al ocupante de su vivienda para que salga de su propiedad estaría cometiendo el delito de “acoso inmobiliario”.
El propietario podría iniciar un proceso judicial, pero tomaría mucho tiempo frente a la necesidad inmediata de entrar a su casa. En ese sentido, la ley de vivienda genera una suerte de vacío, un punto en donde nadie sabe qué hacer. El ocupante de la casa puede salir y entrar de ella sin problemas porque la ley lo protege. También puede recibir visitas e incluso, como expresa un vecino entrevistado, hasta la mamá de uno de ellos le lleva comida todas las semanas. Por su parte, el propietario se ve obligado a acudir a una compañía privada de mediación y negociación para poder recuperar su propiedad. Para ello, el propietario debe pagar una indemnización al ocupante y, como narra el artículo, en ocasiones, el propietario se ha visto obligado a alquilarle un camión al ocupante para que éste pueda salir de la casa y, así, mudar el mobiliario que no es suyo.
Este juego de absurdos, que raya en lo cómico, deja entrever como en la misma racionalidad de la ley se encuentra implícita su irracionalidad. Pero en particular, este fenómeno nos resulta interesante por dos razones. Por una parte, cómo la ley misma sirve de dispositivo para revertir las subjetividades y, por otro lado, el desmontaje del aparato estatal de protección y la reconversión del mercado como espacio generador de justicia.
La ley de vivienda reconfigura las subjetividades asociadas a la comisión de un delito. El sujeto de derecho, que supondríamos es el propietario de la residencia, termina convirtiéndose, a través de la ley, en un potencial delincuente, ya que si intentara entrar a su casa o forzar la salida del ocupante podría cometer delitos de “escalamiento” o “acoso inmobiliario”. Por su parte, el ocupante, que entenderíamos es el delincuente, se convierte en el sujeto de derecho. La ley lo protege bajo el principio de que todos merecemos tener un “techo”. Por tanto, puede tener una vida “normal”, gracias a la misma ley.
Por otra parte, la ley de vivienda crea las condiciones para dejar al propietario en la nuda vida, desprotegido de toda garantía por parte del Estado. De ahí, que se resalte otro elemento contradictorio en esa situación. Es una ley estatal que ejerce su violencia en contra de sí misma y en contra de los mismos ciudadanos que está supuesto a brindarle protección. En esa suerte de necropolítica, el ciudadano del Estado deviene en ciudadano de mercado porque es allí donde tendrá que acudir para que una empresa privada imparta la justicia. Pero la justicia del mercado no está basada en el derecho, sino en la negociación. Más bien, la justicia de mercado se fundamenta en el “interés”. Lo que, supone también un reconversión de la subjetividad judicial, en tanto ya no se trata de un “acusado” y un “demandante”, sino de un acuerdo entre partes “interesadas”.
En fin, este caso pone en evidencia que el delito no se configura en un espacio “fuera de la ley”, sino que es la misma ley quien lo constituye. Pero además, si pensáramos en un “punto de ciego” de la ley, en un espacio o actos donde la ley no se impone, habría que buscarlo en la ley misma, ya que ésta es ciega de la irracionalidad que constituye. En nuestro ámbito, esta noticia serviría para reflexionar si en la proliferación desmedida de leyes y prohibiciones no estamos también constituyendo nuestra propia irracionalidad.