Lo narco como cotidianidad puertorriqueña y regional

Durante el pasado mes de mayo de 2022, una de las noticias que mantuvo la atención mediática y estatal fue la guerra por el narcotráfico en la zona de Caguas, municipalidad centro-oriental puertorriqueña localizada al sur de la capital San Juan. Como si fuera una broma, la parte principal de este conflicto teatralizado en noticieros, periódicos y redes sociales, era una persona apodada “el Burro”. Esta noticia no es una aislada, pues en el contexto puertorriqueño hemos tenido una compilación innumerable de casos donde el narcotráfico ha sido central.

El narcotráfico es una actividad económica de carácter ilícita y global con grandes remuneraciones. La misma no está exenta de la lógica capitalista. El World Drugs Report de la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (UNODC por sus siglas en inglés) del año 2012 resalta que entre 3.4 y 6.6% de la población del mundo usa drogas ilícitas. La Organización de Estados Americanos (2014) estima el impacto económico de la ventas minoristas o menuderas totales en aproximadamente $320 mil millones. Esto equivaldría el 0.9 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) Global[1]. Esto es una cantidad superior a la del presupuesto operacional del gobierno de Puerto Rico o el de la Ciudad de Nueva York. En el caso de México, las actividades económicas ilícitas relacionadas con el narcotráfico representan un impacto monetario cercano a los $991 millones de dólares al año (Ríos 2008, 2). A diferencia del sistema capitalista legal, donde las compañías que cotizan en los mercados bursátiles deben tener unas transparencias y pasar por unas regulaciones por parte del Estado, el narcotráfico es una actividad neoliberal cerrada de la cual se conoce muy poco de sus operaciones internas.

Las grandes asperezas sociales y desigualdades entre clases han permitido que, desde la informalidad, el narcotráfico se convierta en un actor no-estatal que influya en la toma de decisiones de gobiernos. En esa dirección van los trabajos de Jorge Domínguez (1995), así como el libro Jennifer Holmes, Sheila Gutiérrez de Piñeres y Kevin Curtin (2008). Domínguez nos plantea que el narcotráfico tiene muchos paralelismos con el comportamiento de la piratería en el siglo XVI. Por otra parte, Holmes, Gutiérrez de Piñeres y Curtin nos hablan de que a la larga el narcotráfico es un problema que altera las funciones del Estado, dejando huérfanos servicios esenciales por perseguir un enemigo casi invisible visto desde la experiencia colombiana.

En el contexto latinoamericano, el asunto del narcotráfico es un tema recurrente. En Puerto Rico, cada vez cobra más notoriedad en la prensa el trasiego de drogas y sus secuelas traducidas en asesinatos y operativos policiacos con imágenes que bien podrían encajar con alguna película de Hollywood. El reciente orden económico en la región ha estado vinculado al crecimiento del narcotráfico como un modo de inserción social en las lógicas capitalistas. Esto se da en la medida en que enormes sectores de la población no han logrado insertarse en la promesa de consumo y de modernidad. Con ello entra el “despliegue de corrupción, impunidad, violencia y muerte que le acompaña y la condición cómplice de un Estado adulterado (Valenzuela Arce 2015, 13). En ese sentido, el “narcomundo” ha entrado en diversas prácticas de la vida cotidiana. Por una parte, este tema ha sido fundamental en el desarrollo de las relaciones políticas en el continente americano. El mismo es un asunto que supera la imaginación e imposición de fronteras (Valencia 2016, 135). También, el mismo ha sido un asunto abordado por los medios de comunicación en diferentes flancos que van desde las crónicas periodísticas hasta en representaciones novelísticas comúnmente llamadas narconovelas. Algunos de los tópicos que llaman la atención de esta actividad ilícita son los altos niveles de violencia, la militarización y un tejido social rasgado. Esto último es una metáfora utilizada por Claudio Lomnitz (2021) para describir cómo las salidas extralegales, el binario de “buenos”/“malos” y el control por medio de la violencia de unos territorios fragmentados son parte de la cotidianidad contemporánea en un momento donde la soberanía y el Estado están en una recomposición. En este sentido, Lomnitz entiende que más allá de un “estado fallido”, está surgiendo un nuevo tipo de estado (en el contexto mexicano) donde se goza de soberanía, pero se carece de administración. En el contexto puertorriqueño, podríamos ver la cosa un poco distinta en la medida en que muchas de las políticas son impuestas desde la relación colonial con los Estados Unidos.

La antropóloga mexicana Rossana Reguillo parte de la premisa de que lo narco es el síntoma más latente de una ruptura del tejido social como lo conocemos, que abre un mundo para “el crecimiento del autoritarismo, la erosión de la sociedad civil, el deterioro de los derechos humanos, la transformación de ciudades y pueblos en regiones fantasmas o escenarios de guerra y el crecimiento de la violencia expresiva—aquella que no persigue un fin utilitario, sino fundamentalmente exhibir los símbolos de su poder total”. Dentro de esa erosión social, han surgido diversas teorizaciones. El concepto de narcocultura, uno de los conceptos más famosos vinculados al narcotráfico en la vida cotidiana, es uno muy amplio en el cual no existe necesariamente una noción hegemónica de la misma. Fuera del aspecto criminal, de acuerdo con Howard Campbell (2009, 19), la narcocultura es un elemento contemporáneo de hibridación cultural que descansa sobre elementos nacionalistas, neocoloniales y poscoloniales en función de la existencia de Estados Unidos como imperio, y a América Latina como periferia. En el mismo se entrelazan nociones y prácticas locales con visiones globales. Un ejemplo que da Omar Rincón (2009, 151) en esta dirección, es la formación de la idea de la narcocultura en Colombia y su estética mezclada con prácticas y estéticas de los nuevos ricos estadounidenses y de los montañeses colombianos y antioqueños.

Según Miguel Cabañas (2008, 537), la narcocultura es una representación cultural de la industria de las drogas que a su vez sirve como vehículo de resistencia a la globalización por parte de las clases populares. Para Cabañas, esto se da con la paradoja significante de incorporar a estos sectores al margen en los procesos mismos de la globalización. Cabañas señala que la narcocultura es un vehículo para narrar las vivencias de los sectores marginados en la globalización fuera de la narrativa oficial de la “Guerra contra las Drogas” (2008, 520). Esto muy bien podría ir de la mano con el trabajo de Ana Wortman, donde se plantea la aparición de una clase media como producto del fordismo y la industrialización moderna que creó un estilo de vida diferente. Este nuevo estilo de vida de la clase media provocó varias transformaciones en el consumo de productos culturales (Wortman, 2003).

Desde unas lecturas provenientes del sur global podemos entender la narcocultura como un concepto discursivo desclasado y despolitizado. Sayak Valencia, en Capitalismo Gore: Control económico, violencia y narcopoder (2016) apunta a la narcocultura, en el contexto del norte de México, como un producto de las transformaciones económicas, así como de la desaparición de la clase media y la refundación de una nueva clase social (83).  Algunas de estas transformaciones incluyen la era del México contemporáneo pos-Acuerdos de Libre Comercio de Norte América (TLCAN). Valencia se refiere a la narcocultura como una conversión de la vida criminal en un objeto de cultura-pop para el consumo de clases sociales deprimidas (81).  Dentro de esta lógica, la vida del narcotráfico se vuelve un modelo a seguir en lugares de economías al margen y donde los medios de comunicación tienen un gran impacto.

Según el académico colombiano Omar Rincón, la “narcocultura” es una “revolución cultural” donde el quehacer basado en la moral y la ley queda desplazado por la búsqueda de dinero, fama y ostentación de objetos caros (2009). Esto va de la mano con una noción de la sociedad que busca legitimación y respeto dentro del consumo de objetos de lujo y gran valor (García Canclini 1995), así como la normalización de un lenguaje y la estética de lo narco. Sin ser necesariamente narcotraficante o estar vinculado a esas esferas, lo más importante en estratos sociales al margen del capitalismo es buscar un respeto que por mucho tiempo se les ha negado (Reguillo 2011; Rincón 2009).

En una lógica muy cercana a la de Sayak Valencia, la narcocultura se presenta como un concepto despolitizado. Distintas autoras como Rossana Reguillo, Rita Segato y Gabriela Polit, entienden que el narcotráfico es un fenómeno de orden pos-estatal, poco predecible que opera en las mismas lógicas del capitalismo.

La inmensa mayoría de la literatura consultada apunta a la narcocultura como un resultado de las crisis de la modernidad y el Estado. En el caso de Valencia, podemos ver la narcocultura como un asunto anejado al capitalismo en su fase “gore”. Dentro del capitalismo gore, el narcotráfico y la narcocultura son una respuesta al orden económico actual anclado en la precarización, la desigualdad y los problemas de acceso a la legitimación ciudadana por medio del consumo que crea sujetos y acciones distópicas (2016, 67). A lo que nos apunta Valencia es a que vivimos un capitalismo gore frente a un Estado que falló a su papel de preservar la vida y los derechos humanos. 

Independientemente de ser un asunto político y de clase, el narcotráfico ha incidido en crear una nueva narrativa dentro del sistema capitalista en periferia y en el centro global. Esto se debe a que el narcotráfico, en una clave sociológica expuesta por Saikas Sassen (2003), las instituciones como las fuerzas económicas del mercado inciden en los sistemas de representación. Por una parte, las narrativas del narco se han convertido en un commodity, eso que Valencia alude a narcos y sus violencias como cultura-pop. Algunos ejemplos de ello son las narco-series en plataformas digitales estilo Netflix y en canales estadounidenses para el mercado latino como Telemundo y Univisión. Por otra parte, la violencia teatralizada en la narcocultura, según Rossana Reguillo, ha precipitado el control social dentro de un sistema operacional que ella denomina como la narcomáquina. El concepto expuesto por Reguillo descansa en ejercicios de control del cuerpo por parte de este grupo capitalista y privado que a su vez influye en las narrativas colectivas. La narcocultura es solo un elemento que compone la denominada narcomáquina, que a su vez ha traído un léxico que antes no era tan usado en las narrativas continentales. La violencia del narcotráfico ha traído al contexto mexicano, según Reguillo, y en el contexto colombiano según Omar Rincón (2009), un nuevo lenguaje. En Mexico, según Reguillo, ahora es cotidiano el uso de palabras como «ejecutados«, “ahorcados”, “decapitados”, y “embolsados”. En la cotidianidad colombiana, según Rincón, se le suman cerca de mil modismos y jergas regionales que se utilizan para nombrar armas, dinero, sexualidad y la muerte gracias al narcotráfico como actividad que ha penetrado el “everyday” del país. En el caso del concepto de narcomáquina que trabaja Reguillo, la institucionalización cultural de la violencia es comparable con otros eventos atroces en la historia de la humanidad, siendo la narcocultura un signo degenerante que aborda nuestros productos culturales y diario vivir.

El concepto narcocultura no tiene una definición concreta y directa como podrían tener otros términos en disciplinas sociohumanísticas. Aun así, los debates contemporáneos y académicos en torno al mismo nos pueden ayudar a entender las transformaciones culturales recientes productos del narcotráfico como actividad política y económica en el Caribe, y muy particular en el Caribe Transnacional Hispano. Los diálogos y saberes generados alrededor del concepto narcocultura nos pueden ayudar a entender problemáticas puntuales como el surgimiento de un vocablo y una jerga particular en los países caribeños para referirse al narcotráfico. Un ejemplo podría ser cómo la narcocultura ha penetrado los mercados de la música mainstream comparando el uso original de la palabra bichote[2] y su utilización en la música comercial reciente como la producida por Benito Ocasio, conocido como Bad Bunny. Este artista de fama internacional tiene varias canciones con alusiones a estas dinámicas de mitificación del capitalismo ilícito del narcotráfico. Por un lado, una de sus canciones articula estrofas que dicen “yo siempre quise ser bichote” para poder insertarse en la sociedad de consumo de autos, zapatos y vestimenta de lujos. Igualmente, tiene otras canciones que ameritan analizarse de manera etnográfica para dar un registro de cómo lo narco y el capitalismo gore se han vuelto parte de nuestra cotidianidad.

El concepto de narcocultura, al igual que el término capitalismo gore acuñado por Sayak Valencia, nos pueden dar una lectura de la problemática puertorriqueña de las últimas décadas. La violencia teatralizada, según nos apuntan intelectuales como la antropóloga colombiana Elsa Blair y Sayak Valencia, van en la dirección de enviar un mensaje y de control de poblaciones. En el caso de Valencia, ella nos presenta la violencia asociada al narcotráfico como un síntoma de la crisis del neoliberalismo. Valencia destaca que el neoliberalismo carece de la capacidad de autoidentificación colectiva al presente y futuro de los pueblos, y además el actual sistema del Estado se encuentra desgarrado. El poder reside en las agencias licitas e ilícitas del mercado. Los derechos humanos y las garantías de dignidad ya no son prioridad para gobiernos como el de Puerto Rico. Su “performance” posterior a los huracanes Irma y María deja esto de manifiesto. Este escenario dejó demostrado una transición de la biopolítica, o sea de un estado benefactor en función de proteger la humanidad como la materia prima del capitalismo, a una sociedad necropolítica donde la muerte tiene más valor que la vida.

La precarización del trabajo, con un acento fuerte en el desvanecimiento de la Sección 936 y el florecimiento de acuerdos de Libre Comercio a los cuales Puerto Rico no tiene acceso por su situación colonial, es un asunto que deja de manifiesto la crisis económica. Estos son algunos de los síntomas que podrían traerse a la discusión para entender a Puerto Rico, en clave de Sayak Valencia, como una instancia de capitalismo gore. O sea, un espacio donde la violencia es un “commodity” más en función a los medios de comunicación dentro de la economía formal y el narcotráfico en la informalidad frente a un Estado que claudicó a su función de preservar la ciudadanía. En cita de Sayak, “la muerte se ha convertido en un negocio rentable”.

Por otra parte, también nos podría ayudar a entender o contextualizar el rol de los Estados Unidos como potencia imperial y como referente en las formaciones discursivas y actuaciones en el Caribe contra el narcotráfico. Durante la estancia de Luis Fortuño como Comisionado Residente en Washington, se gestionó una política pública denominada como el “Caribbean Border Iniciative”. Esto, junto a las prácticas de la DEA, continúan incidiendo en una política y una narrativa construida desde los Estados Unidos. También nos ayudará a entender el valor electoral y gubernamental del discurso del narcotráfico y la guerra contra las drogas. Este último tuvo una versión criolla en Puerto Rico. Mano dura contra el crimen fue la versión puertorriqueña de la “guerra contra las drogas”. El exgobernador Pedro Rosselló (Partido Nuevo Progresista – PNP), en el periodo electoral de 1992 aludió con cuñas publicitarias a la necesidad de este enfoque frente a los emergentes problemas del narcotráfico en esa fecha y prometió perseguir el narcotráfico, un asunto central en su agenda.

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