
Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras
23 de junio de 2025
Acceder a los medios de comunicación y presenciar desde la palabra escrita o desde la pantalla, las guerras contemporáneas, la crueldad contra los inmigrantes y las diversas violencias que caracterizan la presente cotidianidad del planeta entero se está convirtiendo en una práctica insostenible. Y esto porque duele constatar el colapso del valor de la dignidad humana, singular y colectiva, así como la evidente fragilización de un aparato jurídico, en el que cada vez hay más ley, pero menos justicia.
La creciente incertidumbre sentida en los diversos renglones de la vida no es algo imaginario. Las brújulas simbólicas que constituían el sostén físico y emocional de las personas han desaparecido y una sensación de desprotección generalizada inunda la psiquis. Se trata de un mal-estar que se manifiesta mediante expresiones de tristeza, miedo, indefensión o coraje. Quizás ese mal-estar habla de cómo nos resistimos a la normalización de la crueldad y es aquí donde tendríamos que preguntarnos si será posible producir un hilo de esperanza y nuevos horizontes de sentido ante tanto desasosiego.
El filósofo coreano Byung-Chul Han, en su texto El espíritu de la esperanza, apuesta a la posibilidad de un viraje hacia la esperanza tejida desde el pensamiento empático. Para ello sería preciso no despachar como patología el malestar y la decepción generalizada. Tampoco podemos escondernos frente al miedo que ocasiona la desaparición del mundo como lo hemos conocido hasta ahora ni las amenazas de políticos y sistemas cada vez más autoritarios. Más bien se trata de asumir la angustia como un síntoma favorable y como motor que nos invite a la posibilidad de producir algo nuevo. Esto es, asumir la angustia como un llamado a reconocer que la diversidad de violencias, globales y locales que atravesamos, necesita de nuestra mas esmerada atención. Chul Han distingue entre la esperanza ingenua que niega el horror y la esperanza lúcida, que nace en medio de la oscuridad como acto ético. Esa forma de esperanza crítica no descansa en magia alguna sino en un arduo trabajo que tiene como horizonte la posibilidad de alguna transformación. Viene a mi memoria también las contribuciones del psicoanalista austríaco Viktor Frankl quien, desde el infierno de los campos de concentración nazi, sostuvo que aún en el dolor más radical se puede encontrar sentido a la vida. Para Frankl, aún el sufrimiento más desgarrador, asumido con responsabilidad y sentido, transforma dicho dolor en motor vital. En el vínculo con el otro encontramos la libertad interior como estrategia para resistir la desesperanza.
La valentía frente al horror es la antorcha que igualmente nos propone el psicoanalista Slavoj Zizek al plantear que “El verdadero coraje es admitir que la luz al final del túnel probablemente sea el faro de un tren que viene de frente” y, aún así, saber encarar el miedo.
No se trata de caer en optimismos crueles, asumiendo imaginarios y promesas ilusas. Tampoco de apegarnos a ideales de progreso que no se ajustan a nuestras realidades concretas. Se trata de apostar a la esperanza, incluso en la mayor intemperie, desde una ética del cuidado y de la palabra que abrigue y sostenga. Y, quizás ahí, en el acto modesto pero radical de no callar, de acompañar al otro, de seguir preguntando y denunciando, habita ya una forma de esperanza lúcida.

