
Universidad de Puerto Rico en Río Piedras
25 de junio de 2025
No recuerdo si fue en décimo grado que me asignaron leer la novela “The Scarlett Letter”, escrita por de Nathaniel Hawthorne. La obra se inscribe en una colonia puritana durante los años 1642 y 1649, cuando el pecado se castigaba mediante el escarnio público. El concepto de pecado, en las religiones, se utiliza para referirse a un error, intencional o no, con gradaciones distintas.
Hester, la protagonista de la referida novela, era obligada a llevar una letra S color roja en su ropa, como castigo por adulterio. Un circuito de movimiento marca la vida de Hester situado entre el sometimiento a la sociedad castigadora que la obligó a casarse con un religioso a quien no amaba y la metáfora de libertad y humanización que representaba su encuentro con la naturaleza, lo que le permitió encontrar su deseo correspondido.
Esa lectura representó mi primer encuentro con la violencia institucional, en ese caso la de toda una colectividad contra una persona. Ese tipo de violencia, más adelante volví a reconocerla en el magistral texto La violencia y lo sagrado, de René Girard. En este texto, Girard destaca la aparición del chivo expiatorio como mecanismo sacrificial mediante el cual la sociedad tramita la exclusión y el asesinato (real o moral) de una persona frente a una mayoría que impone su ley y su moral.
Lo acontecido con el sacerdote de la comunidad de Stella Maris, removido de dicha parroquia y viralmente expuesto en las redes sociales por alegado alcoholismo, nos enfrenta una vez más a una sociedad que expone en calidad de chivo expiatorio a una persona por una alegada fragilidad. Es como si dicho escarnio constituyera una catarsis, una venganza, o un cobro por una deuda diferida y vinculada a todos esos actos anteriores incurridos por otros sacerdotes los cuales han sido silenciados por dicha institución. Casos de abuso sexual, por ejemplo. Sin embargo, esto no es de lo que se trata el caso de este sacerdote. Más bien se trata de una persona apreciada por muchos por su compromiso con las comunidades marginadas y por aquellos que se han nutrido con sus palabras de consuelo y sentido de justicia.
Las adicciones, incluido el alcoholismo, han sido una constante en la humanidad. Algunas adicciones no se
problematizan, como por ejemplo la acumulación de bienes, el consumo generalizado y excesivo, las obsesiones por diversos temas y objetos, entre otras. Las adicciones constituyen un síntoma y una manifestación de lo no dicho, que escapa al control de quienes la padecen. Es la expresión de vacíos no acompañados de historias traumáticas y de fantasmas que se gestan en lo más consciente e inconsciente de nuestro psiquismo.
Lo preocupante en este caso es ver como, una vez más, la fragilidad, el accidente y el error humano, se colocan al centro del escarnio público desde una mirada de superioridad moral. La severidad con la que nuestra sociedad atiende casos como éste no sólo omite deslinde entre lo privado y lo público, sino que se infiltra cada vez más en el ámbito de lo íntimo. Esto es, en la lucha personal y la fragilidad de las personas privilegiando un impulso colectivo altamente punitivo junto al goce morboso del ver “caer a alguien”.
Para el filósofo y médico Georges Canguilhem lo normal es sólo una medida estadística, una cifra que, por ocurrir frecuentemente, la ponemos a hablar desde una normatividad particular. Al salirnos del guion de lo normal (el hijo delincuente, la madre loca, el amor que calcina, el adicto o el sacerdote que bebe) nos convertimos en un símbolo de la caída de los ideales normativos por ende, nos hacemos sacrificables.
Esta peligrosa tendencia halla su respuesta en el poema del cubano Roberto Fernández Retamar, Felices los normales: “Felices los normales, esos seres extraños. Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente, una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida. Los que no han sido calcinados por un amor devorante….”

