
Universidad de Puerto Rico en Arecibo
28 de junio de 2024
La guerra de agresión lanzada por Vladimir Putin en febrero de 2022 contra Ucrania dejó plasmada la obsolescencia del paradigma de guerra que se había estado manejando desde la Segunda Guerra Mundial. Si bien es cierto que las guerras siempre han recurrido a la mentira, la propaganda y el poder de influencia, en las últimas décadas se ha producido una intensificación de las tecnologías de la desinformación, así como una multiplicación de los recursos técnicos para realizar ciberataques y otras operaciones de desestabilización política a nivel mundial. Los ejércitos en este modelo de guerra híbrida no solo están compuestos de soldados; ni su artillería, de cañones, obuses y misiles. El bombardeo de interpretaciones diversas sobre un mismo evento para agotar la capacidad de análisis de los internautas es la versión “híbrida” de la “guerra de atrición”. Los trolles que operan como tropas desplegadas en las redes sociales para incidir en los algoritmos no son otra cosa que milicias especializadas en la polarización del debate público, la reactivación de resentimientos pasados y la descongelación de conflictos. Los espías de la guerra híbrida ya no son agentes especiales de inteligencia, sino infiltrados en organizaciones humanitarias, ONGs y compañías privadas de consultoría cuya función consiste ahora en ejercer influencia sobre el lenguaje de los informes cuyas conclusiones pueden llegar a ser determinantes en una guerra. Esto es así porque el poder de influencia tiene la característica de ser transversal: impacta decisiones diplomáticas (votos en la ONU), políticas (opinión de electores), e incluso militares (envío de armas).
La importancia de reconocer que nos hemos movido del paradigma de guerra convencional al de guerra híbrida radica en que el lenguaje que se utilice para describir el estado de situación también determinará el nivel de responsabilidad que se asuma en relación a la guerra. Como escribió Albert Camus en 1944, “nombrar mal las cosas es aumentar la desgracia del mundo”. Muchos de los que hemos estado estudiando la guerra en Ucrania con el lente de la “guerra híbrida” no tuvimos reparos en decir que la Tercera Guerra Mundial había comenzado. Sobre todo, luego del ataque de Hamás a Israel el 7 de octubre. Más recientemente, conocedores en diversos campos, como el historiador Yuval Noah Harari y el filósofo Bernard-Henri Lévy también se han expresado en esos términos. El especialista en historia de Europa Central y del Este, Timothy Snyder, si bien no habla de “Tercera Guerra Mundial”, no pierde oportunidad para explicarnos que estamos en 1938. Es decir, cuando las tensiones en Abisinia, Japón y Alemania fueron tratadas como eventos aislados. Una guerra mundial era inminente, pero Occidente no había conectado aún los puntos. Ucrania, Oriente Medio, el Mar de la China Meridional e incluso Armenia podrán ser conflictos diferentes, pero se encuentran interconectados en el contexto actual: una especie de “fin de la Paz Caliente” en el que el orden internacional basado en reglas se ha revelado vulnerable y donde el avance de gobiernos autocráticos favorece el resurgimiento de imaginarios imperialistas.
La lección entre el 1938 y el 1939 es que una agresión que queda impune es una invitación a repetirla en otro lugar y, encima de eso, con los recursos obtenidos de la agresión anterior. Por eso Snyder nos invita a imaginar que si Checoslovaquia hubiese resistido como hoy lo hace Ucrania, y que los franceses, los británicos y, tal vez, los americanos, hubiesen comenzado a ayudar, habría habido un conflicto, pero no la Segunda Guerra Mundial.
En un artículo reciente titulado “Estar o no estar (en guerra)”, el profesor de filosofía y ciencias políticas de la Universidad de París II Panthéon-Assas, Philippe De Lara, elabora sobre el vínculo entre lenguaje y responsabilidad con dos ejemplos: el miedo a la cobeligerancia y el empleo abusivo del mantra “no estamos en guerra con Rusia”. Estos “elementos de lenguaje” los encontramos incluso entre quienes sinceramente apoyan a Ucrania. No obstante, hay que deconstruirlos, pues no solamente nos están distorsionando la realidad de esta guerra, sino que nos mantienen atrapados en una política de apaciguamiento; es decir, sin haber aprendido la lección del 1938-39.
Lo primero que nos dice es que, en una guerra de agresión híbrida, el término cobeligerancia no cumple una función operativa. Desde el 24 de febrero de 2022, hemos aprendido que este concepto está ausente del derecho internacional y de la teoría de la guerra. Al utilizarlo para dosificar la ayuda a Ucrania por temor a una escalada, tendríamos que aceptar que es Putin quien decide arbitrariamente lo que significa ser cobeligerante (sus “líneas rojas” a no cruzar, pero de las que ya se han cruzado bastantes). La ayuda de los países de la OTAN para interceptar los misiles rusos que entren en cielo ucraniano no constituye un ataque a Rusia, pero nos hemos autoimpuesto esa limitación. Por otro lado, el mantra “no estamos en guerra con Rusia” crea la falsa ilusión de que existen las dos opciones (estar y no estar en guerra con Rusia) cuando, en realidad, Rusia le ha declarado la guerra a Occidente (su discurso en Munich de 2007 ya era eso) y la opción de “no estar en guerra con Rusia” es solo una ilusión.

