
13 de agosto de 2025
Distintos sectores de Puerto Rico han declarado que la figura de Bad Bunny ha sido un ente político, un “fenómeno sociológico”. Esto no es por mero capricho. Su carrera musical no solo se ha reconocido por la popularidad mundial de sus éxitos, también se reconoce por su amplia participación en los acontecimientos del Verano del 2019, que llevó a la renuncia del gobernador de aquel entonces Ricardo Roselló. Recientemente, ha empleado el uso videos que señalan las violencias sistémicas que actualmente han estado ocurriendo en Puerto Rico, como lo es la gentrificación, la corrupción y la violencia en contra de los inmigrantes. Su más reciente álbum, Debí Tirar Mas Fotos, sirve de punto de exclamación que condensa esta trayectoria activista.
Su impacto ha sido celebrado por políticos, sociólogos y otros académicos. Han argumentado que el fenómeno de Bad Bunny, ha servido como ícono para una generación anticapitalista, creando símbolos y afectos que ayudan a crear un sentido de pertenencia nacional que ha sido eliminado por el Estado. Adicionalmente, su actual residencia en Puerto Rico es celebrada como una inyección millonaria que contribuye a la economía del país y al bienestar colectivo.
Pero cabe preguntarse: ¿es Bad Bunny realmente un nuevo Albizu, un nuevo líder revolucionario, o es más bien uno de los múltiples productos de un capitalismo que se apropia de las ‘resistencias’ para prolongar su reproducción? El nacionalismo de Bad Bunny, lejos de ser insurgente y radical, es pop- se expresa por medio de gestos performativos, símbolos, entretenimiento, canciones, videos, declaraciones mediáticas-que, aunque movilizadoras, no han traducido a soluciones concretas. Mientras canta en contra de la creciente precarización, vende camisas a 50 dólares. Mientras expresa su deseo de que los puertorriqueños se queden aquí, promueve la industria multimillonaria del turismo-capitalismo en el programa de Jimmy Fallon, reduciendo el imaginario de Puerto Rico en una ‘isla paraíso’ que desplaza la vivienda de los puertorriqueños al servicio del extranjero. Mientras trae millones de dólares a la isla por su residencia, queda en duda si el dinero producido va a quedar en manos de los puertorriqueños, o se lo repartirán el gobierno y las corporaciones en ganancias. Mientras Bad Bunny celebra la resistencia performativa y artística desde lo imaginario, la violencia capitalista real del país sigue operando: en los contratos que se realizan, en las casas que se reparten de forma discreta a los millonarios, en los proyectos de transformación de la educación pública en carreras cortas, en la creciente desigualdad social, en la reducción de los derechos laborales, en el aumento en la tasa del sinhogarismo de la juventud, en el desplazamiento de los puertorriqueños, en la economía al servicio de los turistas, y en el creciente deterioro de la salud y la vida pública.
Bad Bunny, lejos de ser la resistencia al capitalismo, es su cómplice. Este convierte la resistencia en algo inofensivo: en un espectáculo de queja sin acción que finge haber transformado la sociedad para el bien. La crítica política se vuelve en entretenimiento, se viraliza, se vuelve trending. La crítica al sistema se comercializa sin realmente amenazar sus estructuras. Es una queja que termina apoyando las mismas estructuras que critica. Señalamos, denunciamos, nos sentimos bien, y luego de unos meses, nos olvidamos, y las cosas se mantienen más o menos iguales. Este es síntoma de una izquierda liberal que ha dejado su apuesta política en la catarsis momentánea y el mero sentimentalismo moral. Le resulta más conveniente protestar desde el entretenimiento que ofrecer una alternativa real. Por supuesto, este fracaso de la izquierda marca una larga trayectoria del éxito que han tenido los medios de Puerto Rico en convertir los mecanismos de resistencia en quejas inofensivas. Fiscalizamos a los políticos, mediatizamos la mala administración en titulares llamativos y la convertimos en parte de la vida “normal” en Puerto Rico. El punto es precisamente erradicar o minimizar esta corrupción, no convertirla en un mercado de afectos que esclaviza al puertorriqueño en una miseria normalizada y disfrutada desde la queja.
¿Cuál es la solución? Dejar de consumir el imaginario del cambio social en la figura de un artista musical. Esto implica reconocer que Bad Bunny es una figura de entretenimiento que denuncia el sistema sin cambiarlo. Le toca al país el trabajo de salir de la queja y convertirla en una alternativa concreta frente a los problemas sociales y económicos que sufrimos. Mientras el pueblo siga consumiendo la ilusión de la “resistencia pop”, el verdadero terreno del cambio estructural queda vacío y el capital sigue avanzando.

